miércoles, 3 de diciembre de 2008

¿Sobre qué trata la universalidad del universo hermenéutico?

En respuesta a mi profesor de hermenéutica


UNA IDEA FUNDAMENTAL DE LA FENOMENOLOGÍA DE HUSSERL: LA INTENCIONALIDAD



“Él la comía con los ojos”. Esta frase y otros muchos signos indican bastante la ilusión común al realismo y al idealismo según la cual conocer es comer. La filosofía francesa, tras cien años de academicismo, está todavía en eso. Todos hemos leído a Brunschwing, Lalande y Meryerson, todos hemos creído que el Espíritu-Araña atraía a las cosas a su tela, las cubría con una baba blanca y las deglutía lentamente, las rededucía a su propia substancia. ¿Qué es una mesa, una roca, una casa? Cierto conjunto de “contenidos de conciencia”, un orden de esos contenidos. ¡ Oh filosofía alimentaria ! Sin embargo, nada parecía más evidente: ¿la mesa no es el estado presente de mi conciencia? Nutrición, asimilación. Asimilación, decía el señor Lalande, de las cosas a las ideas, de las ideas entre ellas y de los espíritus entre ellos. Las potentes aristas del mundo eran roídas por esas diastasas diligentes: asimilación, identificación. En vano los más sencillos y más rudos de entre nosotros buscaban algo sólido, en fin, que no fuese el espíritu; no encontraban en todas partes sino una niebla blanda e igualmente distinguida: ellos mismos.

Contra la filosofía digestiva del emporio-criticismo, del neokantismo, contra todo “psicologismo”, Husserl no se cansa de afirmar que no puede disolver las cosas en la conciencia. Véis este árbol, sea. Pero lo véis en el lugar mismo en que está: al bordo del camino, entre el polvo, solo y retorcido por el calor, a veinte leguas de la costa mediterránea. No podría estar en vuestra conciencia, pues no tiene la misma naturaleza de ella. Creéis reconocer aquí a Bergson y el primer capítulo de Matiére et memoire. Pero Husserl no es realista: este árbol sobre su trozo de tierra agrietada no constituye un absoluto que entraría más tarde en comunicación con nosotros. La conciencia y el mundo se dan el mismo tiempo: exterior por esencia a la conciencia, el mundo es por esencia relativo a ella. Es que Husserl ve en la conciencia un hecho irreductible que ninguna imagen física puede representar. Salvo quizá, la imagen rápida y oscura del estallido: conocer es “estallar hacia”, arrancarse de la húmeda intimidad gástrica para largarse, allá abajo, más allá de uno mismo, hacia lo que no es uno mismo, allá abajo, cerca del árbol y no obstante fuera de él, pues se escapa y me rechaza y no puedo perderme en él más de que lo que él puede diluirse en mí: fuera de él, fuera de mi. ¿Acaso no reconocéis en esta descripción vuestras exigencias y vuestros pensamientos? Sabíais muy bien que el árbol no era vosotros, que vosotros no podíais hacerlo entrar en vuestro estómagos oscuros y que el conocimiento no podía, sin improbidad compararse con la posesión. Al mismo tiempo la conciencia se ha purificado, es clara como un gran viento, nada hay ya en ella, salvo un movimiento para huir, un deslizamiento fuera de sí. Si por un imposible entráseis “en” una conciencia, seríais presa de un torbellino que os arrojaría fuera, junto al árbol, en pleno polvo pues la conciencia carece de “interior” ; no es más que el exterior de ella misma y son esa fuga absoluta y esa negativa a ser substancia las que constituyen como conciencia. Imaginaos ahora una serie ligada de estallidos q nos arrancan a nosotros mismos, que no dejan ni siquiera a un “nosotros mismo” el tiempo necesario para formarse detrás de ellos, sino que nos lanzan, al contrario, más allá de ellos, al polvo seco del mundo, a la tierra ruda, entre las cosas; imaginaos que somos rechazados y abandonados así por nuestra naturaleza misma en un mundo indiferente, hostil y reacio; haberéis comprendido el sentido profundo del descubrimiento que Husserl expresa en esta frase famosa “Toda conciencia es conciencia de algo”. No hace falta más para terminar con la filosofía alfeñicada de la inmanencia, en la que todo se hace mediante acuerdos y preguntas protoplásmicas, mediante una tibia química celular. La filosofía de la trascendencia nos arroja al camino real, entre las amenazas, bajo una luz cegadora. Ser, dice Heidegger, es ser-en-el-mundo. Comprende este “ser-en-el” en el sentido de movimiento. Ser es estallar en el mundo, es partir de una nada de mundo y de conciencia para de pronto estallarse-conciencia-en-el-mundo. Si la conciencia trata de recuperarse, de coincidir al fin con ella misma, en caliente, con las ventanas cerradas, se aniquila. A esta necesidad que tiene la conciencia de existir como conciencia de otra cosa que ella misma Husserl la llama “intencionalidad”.

Antes he hablado del conocimiento para hacerle entender mejor: la filosofía francesa, que nos ha formado, no conoce ya apenas más que la epistemología. Pero Husserl y los fenomenólogos, la conciencia que adquirimos de las cosas no se limita a su conocimiento. El conocimiento o pura “representación” no es sino una de las formas posibles de conciencia “de” este árbol; puedo también amarlo, tenerlo y odiarlo y ese excederse de la conciencia a sí misma, a la que se llama “Intencionalidad”, se vuelve a encontrar en el temor, el odio y el amor. Odiar a otro es una manera más de hacia él, es encontrarse de pronto frente a un desconocido del que se ve y se sufre ante toda la cualidad objetiva de “aborrecible”. He aquí que, de repente esas famosas reacciones “subjetivas” que flotaban en la salmuera maloliente del Espíritu se separan de él; no son si no maneras de descubrir el mundo. Son las cosas que se nos revelan de pronto como aborrecibles, simpáticas, horribles o amables. Es una propiedad de la máscara japonesa el ser terrible, una propiedad inagotable e irreductible que constituye su naturaleza misma, y no la suma de nuestras reacciones subjetivas ante un trozo de madera esculpido. Husserl ha restituido el mundo de los artistas y de los profetas: espantoso, hostil, peligroso, con puertos de gracia y de amor. Ha preparado el terreno para un nuevo tratado de las pasiones que se inspiraría en esa verdad sencilla y tan profundamente desconocida por nuestros refinados: si amamos a una mujer es porque ella es amable. Nos hemos liberado de Proust, y al mismo tiempo de la “vida interior”: en vano buscaremos como Amiel, como un niño que se besa el hombro, las caricias, los mimos de nuestra intimidad, porque, en fin de cuentas, todo, inclusive nosotros mismos: fuera, en el mundo, entre los demás. No es en no sé qué retiro donde nos descubriremos, sino en el camino, en la ciudad, entre la muchedumbre, como una cosa entre las cosas, un hombre entre los hombres.


Enero de 1939. Jean-Paul Sartre.


Traducción de Luis Echavarri